La arena tiene un raro parecido con los sueños, pero no se parece a ninguno de los míos. La arena nace, pero nunca descansa en el mismo lugar. En la arena se nos hunden los pies, pero no la tristeza.
Uno busca sus recetas contra todo, hasta cuando se tiene todo. Uno se hace sus propios paseos, sus propios perfumes al atardecer para hacer de la luz un hogar echado encima del futuro. Nuevo México me devuelve la simplicidad, la aprieta contra mis manos y sordamente se rehúsa a escuchar mis quejas… es más, me calla la voz, me atrapa los ojos y los mete en objetos simples, donde no cabe la desdicha. Mientras tanto, yo me cuento historias, duermo en el calor y le niego el saludo a la nieve que insulto y que no quiero ver pronto. En resumen, este desierto es más paciente que yo.
Mis ojos de antes, más perdidos que atentos, te miraron con luto. Mis pasos me llevaron, pero, ¿qué podía yo hacer? Uno no puede falsear las tristezas ni activar el olvido así de fácil. Mis ojos de antes no sabían de las piedras ni de los vientos enroscados por los árboles. Mis ojos solo se morían durante un par de horas y el resto, ya lo sabes.
Ya por aquellos días, que solo le pertenecen al desierto, habíamos olvidado cómo se colocan los aromas que interrogan los pedacitos de nuestra soledad. Entre las ganas de no morirnos y el odio a los inviernos perdimos (quizás) esa curiosidad casi maligna de arrastrar los ojos sobre la arena y mover los labios para probar, entre murmullos, los fantasmas que amanecen con el humo. Nos dimos cuenta, en la prisa de un párpado sonriente de encuentros, que todo estaba allí, intacto y cansado de la misma tierra, que los nombres seguían sumidos en el alivio de no repetirse. Comprendimos, así, el porqué de las rodillas cuando nos descienden a lo elemental de un encuentro con el día que dejamos ir.
—No hables— dije. Mejor deja que me arrepienta… ¿De qué? Pues, del tiempo, del sueño y de esconderme en constelaciones que ya no soporto, que no son mías y ya no quiero.
Ya después, alcé los hombros y pateé una piedra sin razón alguna. Pensé en todo, en el engaño que me aguardaba, en la muchedumbre de quejas y, lo que es peor, en mi necedad de no entender. Por eso, volví a mirar la madera y pensé que otro año regresaría a esa rutina de resucitar los mismos olvidos y enterrarlos al siguiente instante.
Vine de un lugar distante (diría impecable), donde el desierto es carne roja, o algo así como una muerte repetida, sólida y a ras de suelo. Vine de una tierra hecha de lumbre, de piedras sin agua, que se salva a través de la insistencia y de ventanas invisibles. Dejé atrás (quizás) veinte esperas y trece esquinas que doblan el paisaje en partes, ya de noche, cuando los grillos sanan con lentitud los ruidos que nadie quiere sofocar.
Dejando de lado las causas, (más aún) sus recintos y plazas indiferentes, casi
todas circundadas por autos frotando un asfalto vigilante, decidí salir, decidí
hacer de mi presencia una huelga contra la arena y (creo que así fue) me metí
en la tarde de otras horas, tal vez húmedas y extendidas, pero de explicaciones
sordas y sangres desconocidas, posiblemente con el fin de reparar ocurrencias
no anticipadas.
-Tal vez- Uno hubiera dejado pasar todo, por lo menos
el tiempo, el viento, las sombras, las palabras, pues… Esas conjuradas bajo
cualquier mediodía. Quizás (mejor) uno hubiera empujado la lluvia hacia la
pobreza del solsticio, lejos del verano, para que, dado el momento, el sol
pueda secar las manchas íntimas de todo lo que flota en un pensamiento
asombrado de tanta ausencia.
Uno hubiera querido borrar ese instante, cuando el alma encoge los hombros
mirando al norte, cuando el olvido es sensato y al recuerdo le cuesta trabajo
ser displicente como esos libros que habitan, pero no respiran sus tristezas en
verso.
Y heme aquí… Yo, que no sé de pescas ni de espumas, mucho menos de
navegaciones… Paso ratos mirando el cielo y un aire sin cerros, buscando las
ranuras de una memoria que nunca guardó lagos ni orillas y que, ahora, ve los
barcos multiplicarse y mecerse bajo un cielo más viejo que la luna. He aquí mis
ojos, los que me traje, remolcando el pasado y creyéndome el sobreviviente de
los olores de un desierto rehén y (al mismo tiempo) ahogado en habitaciones que
juegan a ser la impaciencia de un tren tardío.