Monday, June 22, 2009

Conjetura antes de la tormenta


Y yo que creí que la noche era el escenario de mis conjuros, donde me hablan naciones desiertas y lejanas, donde una luna ecuestre salta muros en forma de cordilleras coronadas por un invierno ya extinto. Creí profundamente que la noche y yo nos enredamos en el respiro de una isotopía fugaz, pero trascendente, que mis brazos cargan constelaciones infinitas y que la noche sostiene mis manos salpicando el agua de los ríos terrenales para no olvidar lo eterno en lo breve, para recordar lo efímero en lo infinito. Me sentí distante sabiéndome aquí en el amanecer de una pesadilla cualquiera.


Yo, que creí en las andanzas de un gesto perdurable en el tiempo y en los pasillos de algún epílogo llamado sueño que fabrica ecos y almohadas. Me empeñé en descifrar velocidades y sonrisas, para no ver de cerca los trenes transitando por la tangente de un instante que se escabulle mesiánicamente hacia la nada, para no reventar el silencio del tacto antes de la lluvia, antes del encierro. Quise creer que los relámpagos buscan vorazmente la quietud del lodo para hacerlo ruido y llevarlo a la agonía, que la paradoja de la vida y la muerte, de la muerte y la vida, se resuelve en el destello que rebana las nubes y los cerros, hermanándolos en una sola cicatriz nocturna.


Quise meterme en las prisiones solemnes de la frase, de la verdad y la sintaxis errática, pero el mundo tiene sus dolores bien escondidos en la rutina y en los ojos azules de sus fantasmas mudos, en jornadas de miedo y compras, y en saludos agresores incapaces de detener los relojes.

Ahora, sólo queda esperar la tormenta que dejará despojos cristalinos y calles sordas. Sólo queda aguardar por la muerte crística de otro día, como cuando se agotan las palabras simplemente porque ha llegado el silencio puntual y unívoco a saludar a la noche.