Friday, June 28, 2013

La muerte y el humo



Lo que no se suele decir sobre la muerte es que a diario arranca a toda marcha desde el oeste, usualmente sin los clásicos avisos de la sed a la orilla del camino. De modo vertiginoso, arranca de su sitio todo lo que encuentra: desiertos, armarios, cerros y caminatas… aguas dormidas, trozos de cielo que le quedan a la luz y, justo antes del sueño y de que millones de ojos intenten arrinconar toda la angustia detrás de las sombras, esta muerte, angustiada y silenciosa, le da un golpe letal y un tanto irritante a esos sonidos que ya no encuentran el mar ni en sueños. Personalmente, creo que a uno no le queda otra salida que vencer el temblor, sacar las manos y rodear las cosas de relatos para que no mueran con el día, para que no vean ni sientan el fracaso de la sangre en cada parpadeo del polvo -de por sí ya cansado-. Aquello que nació con las horas espera, espera hasta que una larga mueca de los huesos se duerme en el extremo donde se tropieza el ocaso. La tarde es así, como el sacrificio. Es así porque es el último palmo de un deseo prolongado por un crimen imperfecto que no tiene origen y que, como el humo, no se apaga, sino que se convierte tan sólo en una ceguera del habla o, bien, en el sentido escondido de lo que uno quiere que permanezca perdido. Uno inventa sus propias puertas para cerrarlas con la rara esperanza de que aparezca un par de golpecillos al día siguiente y así creer que en este juego de nombrar la propia muerte hay un propósito constante.