Lo que no se
suele decir sobre la muerte es que a diario arranca a toda marcha desde el
oeste, usualmente sin los clásicos avisos de la sed a la orilla del camino. De
modo vertiginoso, arranca de su sitio todo lo que encuentra: desiertos, armarios,
cerros y caminatas… aguas dormidas, trozos de cielo que le quedan a la luz y,
justo antes del sueño y de que millones de ojos intenten arrinconar toda la
angustia detrás de las sombras, esta muerte, angustiada y silenciosa, le da un
golpe letal y un tanto irritante a esos sonidos que ya no encuentran el mar ni
en sueños. Personalmente, creo que a uno no le queda otra salida que vencer el
temblor, sacar las manos y rodear las cosas de relatos para que no mueran con
el día, para que no vean ni sientan el fracaso de la sangre en cada parpadeo
del polvo -de por sí ya cansado-. Aquello que nació con las horas espera,
espera hasta que una larga mueca de los huesos se duerme en el extremo donde se
tropieza el ocaso. La tarde es así, como el sacrificio. Es así porque es el
último palmo de un deseo prolongado por un crimen imperfecto que no tiene
origen y que, como el humo, no se apaga, sino que se convierte tan sólo en una ceguera
del habla o, bien, en el sentido escondido de lo que uno quiere que permanezca
perdido. Uno inventa sus propias puertas para cerrarlas con la rara esperanza
de que aparezca un par de golpecillos al día siguiente y así creer que en este
juego de nombrar la propia muerte hay un propósito constante.
Friday, June 28, 2013
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