Tuesday, December 3, 2013

Noviembre

Al día siguiente, una vez que pasó la tormenta, los pájaros no comprendían (o parecían no comprender) absolutamente nada. Ignoraban acaso la causa de ese gran delirio, la fuente de ese deseo inevitable de aletear con furia hasta entenderse con el caos. No entendían por qué la tierra y sus segundos eran tan severamente inconsistentes con todo, excepto con la agonía gris que se estacionó en las ramas quietas. No aprendieron -o no quisieron aprender- que la tarde no sólo es congénita del tiempo, sino asimismo antípoda de una sombra que duerme lejos, más allá del poder de una curvatura afiliada a la distancia.
 

Al final, aturdida e inexpicable, justo antes de replegar su ejército de alas, la bandada prefirió conjurar vuelos memorables y, así, blindar con golpeteos el aire cada vez más frío, cada vez más pesado, con olor a invierno. En desdichada espiral, pudieron imitar la combustión compleja que se disfraza con palidez de las nubes vespertinas. Sus alas fueron relojes de negras manecillas percutiendo los números y el diálogo entre leyes mudas que nadie comprende.
 

Su gran tragedia (o fortuna) fue que no supieron cómo las palabras, una vez extenuadas de tanto articularse a deshoras, se hicieron mitos para que, después, esos mismos mitos se parecieran a las palabras, pero lejanas al fracaso que late como significado perdido. Yo, protegido en la calidez, desde mi ventana, sólo pude echar a andar mis propias contradicciones, quizás más parecidas a la indiferencia, y que se mezclaron con un olor a libro viejo, en cuyas páginas maltratadas se relataba -sin imágenes- la súbita intrusión de un montón de pájaros que manchaba el cielo una tarde cualquiera de noviembre.