Al día siguiente, una vez que pasó la
tormenta, los pájaros no comprendían (o parecían no comprender)
absolutamente nada. Ignoraban acaso la causa de ese gran delirio, la
fuente de ese deseo inevitable de aletear con furia hasta entenderse con
el caos. No entendían por qué la tierra y sus segundos eran tan
severamente inconsistentes con todo, excepto con la agonía gris que se
estacionó en las ramas quietas. No aprendieron -o no quisieron aprender-
que la tarde no sólo es congénita del tiempo, sino asimismo antípoda de
una sombra que duerme lejos, más allá del poder de una curvatura
afiliada a la distancia.
Al final, aturdida e inexpicable, justo
antes de replegar su ejército de alas, la bandada prefirió conjurar
vuelos memorables y, así, blindar con golpeteos el aire cada vez más
frío, cada vez más pesado, con olor a invierno. En desdichada espiral,
pudieron imitar la combustión compleja que se disfraza con palidez de
las nubes vespertinas. Sus alas fueron relojes de negras manecillas
percutiendo los números y el diálogo entre leyes mudas que nadie
comprende.
Su gran tragedia (o fortuna) fue que no supieron cómo las
palabras, una vez extenuadas de tanto articularse a deshoras, se
hicieron mitos para que, después, esos mismos mitos se parecieran a las
palabras, pero lejanas al fracaso que late como significado perdido. Yo,
protegido en la calidez, desde mi ventana, sólo pude echar a andar mis
propias contradicciones, quizás más parecidas a la indiferencia, y que
se mezclaron con un olor a libro viejo, en cuyas páginas maltratadas se
relataba -sin imágenes- la súbita intrusión de un montón de pájaros que
manchaba el cielo una tarde cualquiera de noviembre.
Tuesday, December 3, 2013
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