Thursday, December 20, 2012
Lugar
Hay
un lugar donde las piedras son un ejército de puertas cerradas y la
impaciencia es una noche parecida a un lustro. Allí las hojas sueñan a
no caer como profecías, sino a morar la posteridad de una espera en
silencio. Sí… ese lugar espera, espera y espera. Se comunica sin
escrituras y se desangra en esos juegos dóciles, a través de esas
búsquedas que inspiran el temor del mundo físico, aunque sea
en blanco y negro. Se trata de un sitio donde una semana es un halago y
la opresión de la luz es el principio de todo cambio, a veces
deplorable, en ocasiones necesario… Los días son tan largos como pueden
ser y se llenan de meditaciones que lleva a cabo el tiempo para matar
lo vivo y revivir lo muerto, siempre y cuando el agua haga su labor
resolutiva de los otoños.
De
pronto, dijo que todo era intolerable, que no le importaba más aquella
manera malvada e infantil (lenta la mayoría de las veces) de sentarse a
esperar. Dijo que el tiempo nunca juega limpio y que cuando arrecia la
lluvia las gotas le picotean los pensamientos como preguntas
inconclusas. Tal vez se hartó de esa humedad a la que no le basta
quedarse en los cabellos y los hombros; quizás ese periódico
no fue un refugio eficiente para seguir aguardando un poco más.
Realmente la furia se notaba porque, en primer lugar, la tarde se había
desparramado y ni la niebla pudo salvar la luz de todos los silencios ni
del recio apretón de no escuchar. Miró hacia allá y hacia el otro lado;
quiso sacar un cigarrillo, pero recordó que ya no fumaba más. Solamente
se acordó de la ausencia y de ese trozo de infamia al final de cada
día. Finalmente comprendió la forma de un odio en repetición y dijo que
no hay cosa peor que las discusiones anónimas, sin más testigos que
hojas muertas; dijo que los llantos, los chismes y los dedos para contar
las horas habían llegado hasta el límite, y que, como el agua, toda
súplica se resbalaría hacia la nada a dormir con el otoño.
Epílogo
Como
suele suceder en la última página de un relato común, acaso deficiente,
la tarde había declarado que en los límites de esa bahía boreal y gris,
la luz vespertina (antes abundante y generosa) había muerto de una
necesidad oblicua de borrar, uno a uno, los árboles que del parque a los
cerros se desmoronan a la vista pública, con tal de dejar al tiempo en
sana paz.
Ese otoño, aquel memorable evento de lunas, cuando la incomodidad de manos escondidas se vuelve rutina, cuando esa sociedad de hojas cansadas persiste en su humedad y en su intento de refugiarse sobre las aceras sin más pasos que los propios… Al final, tan sólo quedaron despojos, rumores enredados en fotografías, y quizás ese vértigo inusual causado por las percusiones de una llovizna que se hunde en la tundra abandonada por un sol escondido o más bien durmiente. Los pedacitos del otoño ya no son suficientes; ya no atormentan ni un solo horario, pero en cambio palidecen como el fantasma de una confesión a destiempo.
Ese otoño, aquel memorable evento de lunas, cuando la incomodidad de manos escondidas se vuelve rutina, cuando esa sociedad de hojas cansadas persiste en su humedad y en su intento de refugiarse sobre las aceras sin más pasos que los propios… Al final, tan sólo quedaron despojos, rumores enredados en fotografías, y quizás ese vértigo inusual causado por las percusiones de una llovizna que se hunde en la tundra abandonada por un sol escondido o más bien durmiente. Los pedacitos del otoño ya no son suficientes; ya no atormentan ni un solo horario, pero en cambio palidecen como el fantasma de una confesión a destiempo.
Plano
A
veces es mejor no saber lo que es el olvido. Mientras que el sol se
movió con esa lentitud que no conoce terregales, no hubo una sola queja
rodando por esas planicies. Pero parece que alguien se acordó que la
madera no es perenne y, aún así, no quiso saber nada sobre tornados y
humedades que se quiebran al amanecer. En Ohio, el viento trabaja como
las conversaciones en voz baja, durmiendo los objetos antes de
romperlos, antes de perforar paredes. Esta tarde, no fui capaz ni de
encontrar la raíz de los ruidos de ese tiempo que se cansa de su propia
caminata.
La
voz del pasado dijo: "Llegará un día cuando nadie mire ni un solo
viento cargado de soles, cuando se arrastre la luz para treparse a un
cielo azul y ajeno... Ya habrá tiempo para que la tierra, las aguas y el
recuerdo se repongan de tantos días sin descanso, y las paredes se
manchen de silencio como si murieran de ese frío apretado que batalla
para despedirse. Usted, sin asomarse, verá cómo en un amanecer
cualquiera, el tiempo quedará colgado como cuadro amarillento; nomás
espere a que la noche nos muerda con todas sus casualidades
imborrables"... El resto, fue cuestión de esperar a que los remolinos se
escondieran entre sombras muertas de sed.
Me
acordé que en tardes como ésta, a la luz de las cinco –usualmente
invadida de ese compromiso con la memoria- le sobran paredes por donde
trepar sus añoranzas por un solsticio que no tarda en caer, y por esa
razón no pude objetar la razón oblicua de su estancia. Creo que comenzó
la tarde como todas y el horizonte repitió su indiscutible propósito de
enterrarse como súplica bajo el peso del cielo
para no sangrar más sombras. Esta vez ya no hubo cerros para encerrar
el polvo y al amparo de ruidos ausentes se fueron a descansar todas las
respiraciones, lentamente, caminando y encogiéndose de hombros. Mi
ventana se quedó sola, sola y alumbrada como charco. Yo mientras tanto,
vi el día morirse como milagro y arrimé una silla que con imprecisa
solidaridad me acompaño en esa conversación con el insomnio de las horas
postreras.
En
algún momento -imposible saber cuál-, renunciamos a la obligación de
escuchar los relojes, y en cambio permanecemos amparados en la plena
necesidad de subsistir, o más bien perduramos bajo la excusa, a veces
sobrenatural, de seguir el rastro de nuestros recuerdos más
incomprensibles. Llámese diversión o necesidad; las preguntas se
multiplican como las declaraciones contradictorias de un consenso
imaginario, a lo largo de distancias desconocidas. Posiblemente, la
madera sea la frontera primera, aunque no última, de todos aquellos
nombres pronunciados, invocados casi por casualidad a través de los años
grises. Es probable que hasta el frío abandone su firme propósito de
recorrer sus días y de forma unánime se duerma en un gesto tan
definitivo, tan incorregible como el olvido, en este drama natural del
Medio Oeste.
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