Como
suele suceder en la última página de un relato común, acaso deficiente,
la tarde había declarado que en los límites de esa bahía boreal y gris,
la luz vespertina (antes abundante y generosa) había muerto de una
necesidad oblicua de borrar, uno a uno, los árboles que del parque a los
cerros se desmoronan a la vista pública, con tal de dejar al tiempo en
sana paz.
Ese otoño, aquel memorable evento
de lunas, cuando la incomodidad de manos escondidas se vuelve rutina,
cuando esa sociedad de hojas cansadas persiste en su humedad y en su
intento de refugiarse sobre las aceras sin más pasos que los propios… Al
final, tan sólo quedaron despojos, rumores enredados en fotografías, y
quizás ese vértigo inusual causado por las percusiones de una llovizna
que se hunde en la tundra abandonada por un sol escondido o más bien
durmiente. Los pedacitos del otoño ya no son suficientes; ya no
atormentan ni un solo horario, pero en cambio palidecen como el fantasma
de una confesión a destiempo.
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