En esa confesión admití, con palabras parecidas al mármol, que el volumen definitivo de mi historia no sería otra cosa que un silencio de nieves tardías y milagros absolutos tratando de reconstruir árboles para más tarde, para ese tiempo en que se gasta la distancia mientras todo se esconde entre la amargura de los cerros y sus antiguos sueños de luz. Me pregunté el porqué de tantas ausencias, y una cruda obviedad me dejó con las manos en forma de esos relojes ondulantes que duermen en la desdicha de creerse en marcha. En medio de esa fiesta de frases, pensé en que la nieve no tiene medidas ni registros que escondan su poder cotidiano de amortiguar cada noche cayendo de forma inevitable. Mi confesión, o más bien profecía, trata de un instante que se encoje como patio, y que no regresa a la simpleza de su origen quizás porque ya lo ha olvidado.
Los muertos, los aparentemente inamovibles, se descuelgan a ratos de sus sueños rígidos y se congregan ajenos al control de ese silencio mágico que los distrae de estas paredes de aire. Juegan a no estar muertos y a perderse en el bosquejo de las cosas que llamamos ficciones cotidianas, más tibias que una ventana vespertina. En un símbolo o en la distancia encuentran la raíz de una necesidad que más bien parece superstición, para así desempañar la memoria de un tiempo que sigue celebrando cielos y ocasos. En ese gesto de resistencia, es cuando los muertos se estacionan en lugares prohibidos y, por ello, deben ser remolcados de vuelta a sus guaridas sombrías, ésas que no expiran a pesar de no tener monedas.
Árbol que, motivado a realizar un supuesto sacrificio para eclipsar la luna, fue seducido por los bordes de esa luz intacta, sin mucha dificultad. Felicito a esta luna por su enésimo triunfo sobre el mundo... y a este incauto árbol le dedico un trago de Scotch por su error insignificante entre todos los que he hecho. El crimen fue más bien una consecuencia del aburrimiento que siente la noche cuando no hay lluvia y se diluyen los insectos de las aceras.
La lejanía y la furia me la dibujaron aquel día de marzo. Ahí estaba, quieta y prolongada. No se me apareció con la soberbia ni la astronomía, sino más bien con el leve aleteo de una llovizna tardía que convoca un enrejado de humo parecido a las nubes. No dije nada. Callé como cuando enmudece una ausencia y (aún) me maldigo por ese maldito silencio de arena. Esta ahí, postrada y marmórea, flexionando sus rodillas invisibles para recoger sus restos regados por una planicie inmune a sus caprichos tectónicos… pero ¿qué fue sino un parpadeo? ¿qué fue sino un instante sin conjugaciones? Más cubierta por el odio que por nieve se quiso esconder entre las curvas y mi ceguera, pero la alcanzó un disparo certero que hace las cosas infinitas.
La tarde se hizo un puñado de atrasos, se tradujo en un par de triunfos baratos de un tiempo que muere a diario. La miré de otra forma y fui testigo de su desmoronamiento. Buscando reemplazarla busqué otro cielo, otras líneas. Busqué una tregua en el oriente, pero ese horizonte cóncavo e insolente me dio la espalda y me invadió de rencores como cristales pariendo sombras. Aquel espacio azul se hizo un borroso diccionario de perspectivas que contaban mentira tras mentira, y yo seguía callando, solemne y seco. Volví los ojos hacia aquel borroso montón de escarcha y seguí mirando hasta que los kilómetros me lo arrebataron, tramo a tramo, y finalmente bajo la ejecución trivial de una gasolinera. Seguí rodando en una venganza plural que en un segundo se hizo olvido.
No, las frases no se suicidan bajo cualquier desencanto. Los jueves tienen esa extraña hermandad con los fines de semana, cuando los planes y las descripciones no bastan para llenar la curiosidad, como los ángulos que se filtran para pintar una ciudad hundida en el asombro. Somos anónimos y somos el quebranto de lo que no se escucha a diario. Entonces ¿dónde yace el ánimo de los segundos que nos conducen al extravío de sabernos vivos? ¿Cuántas auroras se destiñen a diario para mantener las razones de un sacrificio sin principio ni fin? La eternidad se puede cantar a través de un puñado de endechas, pero los astros, silenciosos y de impenetrable brillo, se escapan constante de toda letra, de todo todo recorrido sintáctico. La zozobra de una explicación es la puerta que detiene el tránsito de ese canto, de toda hazaña propuesta por el tiempo. Porque hay manos que no paran de escribir bajo la blancura manchada de una lámpara que se niega a dormir cuando todos han callado sus anhelos cotidianos. No sé... quizás es el todo, tal vez la nada, o podría ser que el cansancio se ha pluralizado, se ha repetido en todos los cansancios como ecos que merodean patios solos, como inquietudes que desangran el poniente de tantas embestidas, de infinitos colores que parecen frases.
Well back home are no floods or tornados
Baby and the sun shines every day –S.R.V.-
Cuando dijo aquellas palabras, ya era demasiado tarde. La noche ya había inventado una alcoba con tantas sombras que, cuando menos lo pensé, los cuerpos se habían borrado irremediablemente. Quedó exhausta la cama, y en la mesa de al lado, un cigarrillo agonizaba dibujando rizos con un suspiro de humo que se enredaba como brazo inquieto en la lámpara dormida. Stevie RayVaughan nos calló durante cinco minutos y veinte segundos atestiguando un ritual de pensamientos posteriores a los ruidos y a la humedad compartida. En ese momento, supe que sólo había lugar para el “bending” de esa prodigiosa guitarra, como los ecos de ese ansioso sexo transitando la media luz hasta apagarse.
Es cierto, era tarde, pero ella me lo dijo, no sin antes oír mis quebrantos, mis quejas por el tiempo y la distancia. Aunque ella lo detestaba, tuvo que repasar –de nuevo- mis diseños de tardes y madrugadas en antepospretérito, mis cuentos desfasados por el olvido de ambos, acerca de amantes perseguidos por la luz diurna para no ser vistos invadiendo moteles, siempre con esa premura con la que las manos se hacen furiosos puños al devorar sábanas tibias... Me oyó sin escucharme. Miró las yemas de mis dedos para buscar algo más que su propia piel, para mucho más que reconocer el aroma de su cabello ahora revuelto.
El reloj traicionó la posibilidad de un epílogo prolongado. Cada quien forcejeó con su ropa, pero sobre todo con la disyuntiva situada entre la razón y el sincero deseo de recuperar cada pieza. La vi voltear hacia la cama, y entre sus labios se asomó un suspiro que me quitó la soledad por un instante. La sentí tan mía, que antes de dirigirme a la puerta se me escapó la mano del bolsillo para resistirme a la despedida. Quise decir algo... no sé, cualquier cosa. Lo sabía, era muy tarde; pero ella me dijo “shhhhhhh”... y entonces supe que ésta era una de estas historias, pero sin ninguno de esos signos de puntuación que cortan con su monotonía el placer elemental.
En secuencia, una tras otra, se colocan así, tal y como las palabras que fingen haber tomado posesión de esta (y no otra) realidad. Parecen bancas, cierto; pero son más que eso. Son una sarta de esperas, un ejército de domingos al atardecer, o quizás el esqueleto de una conversación perdida en el pasado. Cuando dan las cuatro, después las cinco y así sucesivamente; ya no hay nada que decir. Tan sólo nos queda escuchar, sí escuchar cómo la madera se derrama y revela esos secretos que, bajo otra circunstancia, se escapan como agua.
Luna escondida
Hay lunas que intentan ocultarse en el acero y el concreto sobre el ardiente páramo... ésta, definitivamente, no pudo.
El muelle
con luces muertas se pierde en la distancia con un gesto nebuloso.
El tiempo al fondo...
se arremolina entre el concreto, se esconde en el tráfico y los ruidos. El tiempo huye de sí porque tiene miedo de sus pasos.
La luna
Comió nubes con sabor a árboles desnudos. La luna parió licántropos para enredarse en ruidos fundamentales... Nadie la vio, excepto yo que buscaba la sangre en cuellos de papel.
Tiempo
Es un juego sádico de ángulos que llena las calles, que aquieta los pasos... es el tiempo un percance invisible, un asomo a la nada y su reflejo en el vacío...
Nubes
Es agua, es algodón sembrando estruendos... es la imponente mancha merodeando el presagio de un verano cóncavo y bestial...
Tarde
Mi tarde es la tarde de los árboles y las nubes... es raquítica luz enmendando noches sin voces. Mi tarde es la tarde de los meses fríos aconsejándose una huída lenta.
Ciudad
Mito y calles, postes y tráfico cansado... Domingo en la gran ciudad de vientos y pasos con prisa.
Cielo
Cielo a través de rendijas, cortado por aceros cristalinos...
Ventana
Somos ventanas mirando ventanas, el mundo está hecho de ventanas porque el mundo es una ventana...
Espejo
Misterio y reproducción, el espejo miente, no hay nada ahí porque tampoco aquí lo hay...
La orilla
Donde se pierde el ser, donde comienza el estar y la posibilidad de ambos, en el filo y cerca de la nada, junto a todo...
Tarde
Hay tardes que asi juegan, que amenazan la monotonía y se queman de tantos trazos. Hay tardes que son fuego y explosión de recuerdos...
Rocas
Malditas y ancianas, posadas sobre el olvido y talladas por un tiempo de tempestades recurrentes. Rocas y tiempo, maldiciones sin dueño.
Abril
Se va el invierno demorando en barrer sus nieves y soltar sus brillos sobre el suelo... La nieve se viste de lluvia sin aferrarse a las aceras.
Hojas...
muertas y serenas, retoman la pausa de una siesta de nubes, frio y avisos sin ruido... hojas que son cadáveres mojados.