Hasta donde se lo
permitió la certeza, habitó algo así como un recuerdo y que, a la vez, era casi
una alegría. Y en ese espacio, todas las tardes, entre la veracidad de una luna
ausente y un hilo infinito de callejuelas, le dio por regresar a las seis para
encontrar detrás de su puerta los dominios de una alfombra durmiendo profunda y
sola, sin religión, sin aire. Sucede –pensó-, que ya no es suficiente pensar,
que no basta con caminar por una acera tapizada de sílabas y ayeres para llegar
a una ventana, mientras que un mundo se pierde lentamente, pedazo a pedazo,
hasta que se le acaben los fantasmas simples de la lluvia.
Hubo momentos en
los que no recordó ni su existencia, cuyo abrazo siempre olía a la asfixia que
provoca el viento que suele arder irremediablemente al oeste. Después fue peor;
olvidó la hora, sus minutos y sólo supo que quedaron frente a sus ojos
–danzantes y serenos- los sauces rumbo al lago compartiendo su sangre
silenciosa y sus manos sin odio. Más tarde afirmó. –Curioso, juraría haber estado aquí antes, en otro tiempo, como cuando
mis ojos se encaminan a pisar la hojarasca de octubre, aunque no sea octubre ni
los pájaros callen-. Finalmente, quedó al filo de sus propias conclusiones
y una llamada telefónica le trajo algo más que los versos de un sábado sin
estrellas. Le dio, en cambio, una casa, sus rumores matutinos de café con voces
radiofónicas y una razón para desconocer las cosas. Todo para nunca abandonar
la perplejidad ante todo lo que atrapan los párpados muchísimos años antes de
morir.
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