Vine de un lugar distante (diría impecable), donde el desierto es carne roja, o algo así como una muerte repetida, sólida y a ras de suelo. Vine de una tierra hecha de lumbre, de piedras sin agua, que se salva a través de la insistencia y de ventanas invisibles. Dejé atrás (quizás) veinte esperas y trece esquinas que doblan el paisaje en partes, ya de noche, cuando los grillos sanan con lentitud los ruidos que nadie quiere sofocar.
Dejando de lado las causas, (más aún) sus recintos y plazas indiferentes, casi
todas circundadas por autos frotando un asfalto vigilante, decidí salir, decidí
hacer de mi presencia una huelga contra la arena y (creo que así fue) me metí
en la tarde de otras horas, tal vez húmedas y extendidas, pero de explicaciones
sordas y sangres desconocidas, posiblemente con el fin de reparar ocurrencias
no anticipadas.
-Tal vez- Uno hubiera dejado pasar todo, por lo menos
el tiempo, el viento, las sombras, las palabras, pues… Esas conjuradas bajo
cualquier mediodía. Quizás (mejor) uno hubiera empujado la lluvia hacia la
pobreza del solsticio, lejos del verano, para que, dado el momento, el sol
pueda secar las manchas íntimas de todo lo que flota en un pensamiento
asombrado de tanta ausencia.
Uno hubiera querido borrar ese instante, cuando el alma encoge los hombros
mirando al norte, cuando el olvido es sensato y al recuerdo le cuesta trabajo
ser displicente como esos libros que habitan, pero no respiran sus tristezas en
verso.
Y heme aquí… Yo, que no sé de pescas ni de espumas, mucho menos de
navegaciones… Paso ratos mirando el cielo y un aire sin cerros, buscando las
ranuras de una memoria que nunca guardó lagos ni orillas y que, ahora, ve los
barcos multiplicarse y mecerse bajo un cielo más viejo que la luna. He aquí mis
ojos, los que me traje, remolcando el pasado y creyéndome el sobreviviente de
los olores de un desierto rehén y (al mismo tiempo) ahogado en habitaciones que
juegan a ser la impaciencia de un tren tardío.
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