Finalmente,
me di cuenta. Quedó algo inconcluso en aquellas aceras. Un suceso, un recuerdo posible-¿quién
sabe?-; solo sé que ese espacio cerró sus armaduras y dejó de palpitar, como
cuando los barrios callan bajo el sueño, sin partidos de fútbol, sin patadas ni
carreras antes del descanso con los refrescos y las risas.
Fue la
pereza, tal vez. Un viento septembrino que se escondió solito, unos pasos leves
que se trenzaron con la sombra de un ciprés acariciado por la indiferencia. Bajo
esa tarde, apenas me di cuenta, pero revoloteó una palabra (no sé cuál). Como
si cada sonido supiera, o por lo menos sospechara cómo se nos comprimía la
sonrisa que se vuelve indeseable en cualquier otro momento, sin la necesidad de
pensar en la esperanza. Sin el reparto debido de culpas por un silencio
prolongado.
Sí, la vi,
y la dejé pasar para dejarsela al agua, a la salvacion de sus fantasmas que,
sin saberlo, habían caminado junto a los míos. Sin arrogancias, pero cuesta
abajo en un rato de sal que se parece a los lutos, decidí reposar la
respiración de un sueño sin orillas, a veces muy fatigado por ruidos de pájaros
y transportes colectivos en el regreso.
Tal vez, el
mal es un secreto que nadie oye, que no busca la vida, pero que ataca de
madrugada con canciones en un arranque de perfumes y miedo a la sangre. Y
después, se vuelve conmovedora la circunstancia que vuelve desde ese ayer
metido adentro de las piedras. Se hace pesada, a ratos lenta y se cae sobre la
tierra mojada, para contar historias, tal como los cuadernos.
Y, mientras
tanto, arriba hay un cielo de color invencible y cuyas ruedas recuerdan al agua
que se despierta indefensa imitando al suelo. Después, ese nombre condecorado voló
sobre puertas que no se abren, que no se acuerdan del infortunio de cada boca,
ni de cuando eran cobijas en forma de invitaciones a la alegría. Hay, pues, un
cielo sin intenciones, extraviado entre estatuas de lo que fue. Olores tardíos
de la vida común.
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