Me es difícil
precisar fronteras, pero a esta hora la luz parece el eco de una diezmada
minoría que al huir despavorida imita las despedidas de un tiempo desarticulado
por el caos de cientos de ojos cerrados. Mientras tanto, se cierran una a una
las puertas (casi rotas) que se entregan a ese intercambio desigual entre la
sombra y la prisa en pleno horror vespertino. Este –no sé cómo llamarlo- raro
culto de plasmar fragmentos de cielo es la muerte de un símbolo sordo que se
desintegra en historias secretas, posiblemente falsas; es quizá un sueño que se
siembra a ras de nubes como un engaño, o mejor dicho, como una melodía de invenciones condenadas a borrar palabras de
un cuaderno durmiendo bajo la mirada implacable de la lluvia. Con un ansia
agotada el horizonte se torna ondulante y renuncia al humo, a la música y a la
anticipación de sus propias madrugadas... Tal y como si se tratase de un mundo
anónimo, en un minuto se perdió el orden, el propósito y se fue a dormir la
advertencia que dan las ciudades a punto de abandonar el ruido y la
conversación. Al final, esta ciudad no
sabe a qué hora llega la lluvia, pero no ignora que a marzo se le ha ido la
luna, y por eso es hora de encender un relato nuevo.
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